Desde la ventana de la habitación, sus ojos acuosos se posaban con cariño y nostalgia sobre aquellos viejos y poderosos raíles de metal, vías muertas que como raíces profundas, siempre habían estado allí, partícipes del paisaje. Edgar el pensador, observaba como paralelamente se alejaban, perdiéndose en otros confines de mundos imaginarios y venerados, demasiado distantes, sentíase unido al añorante vacío, en un estado comatoso pero sosegado y sereno. Para Edgar el ferroviario, la estación del ferrocarril había sido su cuna y sería algún día, sin duda su sepultura. La ciudad quedaba lejos, Edgar el solitario lo prefería así. La anciana y olvidada estación creaba un oasis en medio del desierto, la gran fotografía de toda su existencia, el mapa de sus vivencias. El caserón era espacioso, dos plantas se alzaban en la plenitud de la nada. Arriba estaba su cuarto, Edgar el hacendoso mimaba los objetos como si de porcelana se tratara, limpiaba todos los días cada rincón del silencio y pasaba el trapo del polvo a la monotonía con cara risueña, los tres restantes habitáculos tenían algo en común, techos, paredes, suelos, muebles, se hallaban repletos de recuerdos de otras ciudades, de otros países, de modo que al atravesar los aposentos, uno se encontraba inmerso en distintas civilizaciones. Amuletos, iconos, figuras talladas, cuadros, candelabros, pipas de agua, toda clase de enseres de arte hechos de arcilla, de madera, bronce, plata, reliquias que antiguos viajeros de paso, o incluso moradores ocasionales le habían ofrecido con gratitud, pues esas tierras eran talismán de inspiración, muy apreciadas por pintores, poetas y toda raza de artistas. En el bajo estaba la fría sala de espera con las colillas en el suelo y sus grafitis en las paredes, en el lavabo y en los bancos de madera color carcoma. Desde los cristales se divisaba la clara llanura, el viento golpeaba con fuerza para despertar la dormida imaginación de un sueño que pertenecía al tiempo de los recuerdos. En ese ayer Edgar el solidario, abría las puertas dando cobijo y alimento a quien quisiera pasar allí una temporada, así Edgar el civilizado conoció todos los tiempos, la historia, las guerras, el sexo, el amor, aprendió a tocar varios instrumentos como el piano, las congas, los bongoes, la guitarra, el saxo, le inculcaron diferentes religiones, estudió la contemplación y la relajación mediante el taichí, el yoga, fue ovo-lácteo-vegetariano y profundizó en la cultura oriental, buscó la riqueza espiritual, practicaba idiomas y leyó infinidad de libros y escribió el suyo propio, al terminar la última página, Edgar el sabio puso fin a su vida con una sobredosis de conocimiento. Las arenas del desierto se arremolinaron creando dunas que enterraron aquel andén perdido, sus vías, la casa y a Edgar el viajero sedentario.