Durante
una larga temporada estuve recluido en una casa de reposo, allí en la “Sala
número seis” de Antón P. Chéjov. Compartí celda, comedor y patio con Iván
Dmítrich Gromov…No es muy agradable cerciorarse de que afuera, han quedado los
orates. Esos personajillos que van a un puesto de trabajo a que les exploten.
Que baten su honor en duelo por jóvenes
damiselas y delinquen por tierras, propiedades y dinero, ese vil metal que corroe la substancia y paraliza la evolución
del fruto del espíritu benigno.
Viví
con calma en el hospital mental. Pude pensar y escribir algunas tesis sobre la
enajenada sociedad capitalista.
Cuando
por fin salí, una tarde lluviosa y gris, anduve por las calles sucias y
macilentas del viejo barrio portuario de Barcelona. Esas callejuelas con resonancias
de las últimas guerras que padecen el frío de las victimas engañadas. De los
golpes y tropiezos, contradicciones y descubrimientos de crudezas veladas.
Entre todas, elegí una pensión regida y alternada por meretrices, era muy barata y humilde, con una habitación austera y miserable. Era sin embargo, todo lo que necesitaba: un pequeño camastro y una mesita de madera, llena de quemaduras de cigarrillo. Una lamparita con una bombilla fundida y baldosas de cerámica catalana, algunas rotas, muchas sueltas sin yeso y al pisar sobre ellas bailaban al compás del hambre y los retortijones en el estómago. Solía comprar una barrita de pan con cornezuelo espiritual, una porción de queso y vino tinto…y así pasaban los días y las noches y no dejaba de lloviznar a este lado de la ciudad.