En esas horas de la madrugada en que todo duerme salvo el silencio,las estrellas comienzan el sueño y el astro rey limpia sus telarañas de fuego. Manolo, con su manojo de llaves camina por calles desiertas, respira el fresco aroma mientras bosteza, se siente cansado. Ha terminado su noche y toma el primer tren, casi vacío, que le lleva cerca de casa, donde nadie le espera.
Mientras sube la cuesta
enfangada, de lluvias de ayeres, sorteando los charcos de aguas turbias, donde
las gentes, se lavan en las mañanas de restricción, cada vez más frecuentes.

Manolo, siente la pasión del flamenco como un canto espiritual, tan
ancestral como el de los negros, allá en los campos de algodón de Nueva Orleáns
y se imagina el río casi seco, de las cloacas, que pasa junto a las barracas,
chozas y chabolas herrumbrosas, igual que el Missisipi, puede ver los barcos de
aspas que arremolinan las aguas. ¡Qué pobre es aquello!, incluso su pensamiento
es sólo fruto del libro de Mark Twain, que leyó siendo un chaval y tenía la
ilusión de viajar, porque el mundo se le representaba grande y estaba abierto
para él. Pero seguramente fue el mismo destino quien, no le permitió más que
vagar por las callejuelas sudorosas de una única y cruel ciudad, condenado al olor del metal
de las cerraduras y las llaves que cuelgan de
su cinto, ironía también, pues su humilde morada no la cierra una
puerta, sino una inmensa bandera vieja
de cuando aún creía en la tierra y sus dirigentes. Cuando haga frío, ha
jurado quemarla con su rencor interno y echar a andar sin detenerse ya jamás.
Quizá el destino le haya perdonado. Ha pagado un alto precio confiando y quien
nada tiene, nada pierde.