Sentado en su butaca favorita,
Maximiliano, fumaba una pipa elaborada minuciosamente, como en un primitivo y
ancestral ritual, con hebras de diferentes países…africanos, asiáticos y
europeos. Posiblemente la preparación formaba parte de su mayor deleite, sí,
casi más que el aroma y el sabor posteriores…el humo envolvía cada rincón de la
casa, visitaba las habitaciones y las estancias, se filtraba entre los libros y
tras los cuadros. Le hechizaba ese olor dulce, mezclado con los palos de
sándalos e inciensos orientales, que encendía por doquier…esencias de jazmín,
Té verde, canela, pachulí, emanaciones de limón, fresa y mora ¡Ah, las
civilizaciones, las razas, las culturas…Qué grande este planeta! e
inmediatamente después, evocaba sus viajes a la polinesia, mirando, una
reproducción de “Arearea” de Gauguin, colgada frente a él, en el salón donde
escribía sus anotaciones en un grueso cuaderno de bitácora, sobre un estimado
buró familiar del siglo XIV.
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